En Venezuela todos somos víctimas. De alguna u otra forma, en Venezuela siempre estamos sufriendo, padeciendo algo.
Unos padecen hambre, otros padecen la falta de casa, unos por el transporte, otros padecemos por la falta de un buen servicio de Internet, y otros padecen por la inseguridad. Y precisamente de la inseguridad es que va este post.
Les voy a contar algo que me sucedió recientemente, porque quiero compartirles mi análisis y mi sentir del hecho.
Como algunos saben, yo soy natural del oriente del país, pero desde muy pequeño vivo en Caracas. Sacando cuentas, son más de 35 años los que he vivido y me he movido en esta complicada ciudad (marico el que diga que “Caracas es una de las ciudades más bellas del mundo”). Aquí he vivido, trabajado, crecido, aprendido, nacieron mis hijas, en fin. Caracas es mi casa… o así lo creía.
Pero esta caótica Caracas (ya creo que el país entero es así) es una ciudad de contrastes, en la que en una misma cuadra convergen la modernidad del capitalismo arquitectónico, y la miseria del socialismo del siglo XXI. Así de extraña es Caracas.
Lo cierto del caso, y para no marearlos con la retórica de mi arrechera por lo que voy a contarles, es que con tantos años recorriendo Caracas, sólo un par de veces había sido víctima del hampa, de la inseguridad. Yo hasta ahora había sufrido simples arrebatones, propios de la inexperiencia en la ciudad (en los años en los que ni sabíamos de la existencia de Chávez). Pero sin duda que si vives (o has vivido en algún momento) en Caracas has debido ser protagonista, o al menos testigo presencial, de algún hecho (ya característico) de la violencia urbana que cada vez está más desbordada, inhumana, sangrienta y hasta mortífera.
Y me tocó. Además de ser testigo, me tocó la amarga oportunidad de ser protagonista de un hecho que, por la coyuntura actual del país, al menos para mí, significó quedarme (o quedarnos, porque lo sufrimos mi pareja y yo) en la carraplana. Un hecho que significó el replantearnos muchas cosas, y recomenzar (prácticamente de cero) otras.
El hecho sucedió como a las 7 pm en el puente peatonal que está sobre el río Guaire, en Plaza Venezuela. Muy cerca de la estatua de María Lionza, o de la antigua Zona Rental. Un paso peatonal con parada de bus incluida que he cruzado cientos, sino miles, de veces.
Y apenas al empezar a cruzar el puente, de la nada, nos abordaron tres tipos, que nos inmovilizaron por la espalda (con un lenguaje típico del hombre nuevo, del venezolano socialista) amenazándonos con armas blancas en el cuello y despojándonos de todo cuanto teníamos encima. TODO. Es decir, no nos dejaron ni las llaves de la casa. Ni un ticket de Metro.
Todo fue en fracciones de segundos. ¿Fueron 5, 10 segundos? No lo sé. Sólo recuerdo lo rápido del accionar de los malandros y la (extraña) tranquilidad que sentí. No tuve miedo, ni pánico. No grité ni me resistí. ¿Tal vez fue resignación? No lo sé.
Lo cierto es que cuando caminamos de vuelta a la parada, hubo unas personas que habían observado el hecho de lejos y que al acercarnos nos ofrecieron dinero, tickets de Metro o su teléfono para hacer una llamada.
Aura, mi compañera, estaba en shock. Muda, desdibujada. Creo que no recordaba ni su nombre. Yo, extrañamente calmado, agradecí la ayuda de los transeúntes, y utilicé el teléfono que nos ofrecían para ubicar a mi hermano, acercarme a su trabajo y poder resolver esa noche, sin llaves, sin cédula, sin cartera, sin dinero.
Eso fue todo. No nos dañaron (físicamente). No nos cortaron ni golpearon. Sólo nos asustaron.
¿Qué nos quitaron?
Los celulares, algo complicadísimo de reponer en este país. Nuestros documentos de identificación, algo que en cualquier país normal del mundo se saca en un par de días, pero que aquí es como comprar cocaína. Las tarjetas de los bancos, en un país en donde dichas instituciones no tienen material para reponerlas, y el efectivo se vende a 5 veces su precio. Y demás “pequeñeces” producto del trabajo y esfuerzo de profesionales que trabajan para darse sus gustos, no para vivir lujosamente, como cartera, morral, bolso, iPod, pendrives, agendas de trabajo (muy, pero MUY valiosas para nosotros), maquillaje (de ella, no mío), chaquetas, sweaters, zapatos, mis anteojos (también imprescindibles para mi trabajo) en fin, pocas y sencillas cosas que en cualquier otro lugar del mundo se reponen en una semana, pero que en este país nos puede llevar meses, y hasta años, obtenerlas de nuevo.
Menos mal que no andábamos con nuestras laptops. Es que ni eso puedes hacer en este puto país.
Anímicamente hablando, este hecho no me desanimó en lo más mínimo, porque creo que siempre he estado claro, y el suceso me lo ratifica: en este país ya no se puede estar. Mi modo realista de ver las cosas me mantiene con los pies en la tierra, seguro de lo que a uno le queda por hacer en este país.
El análisis
Luego de un suceso, accidente, robo, pelea, u otro acontecimiento inesperado, y ya con “cabeza fría”, es que comienzan los análisis, conjeturas, hipótesis, y demás conclusiones y suposiciones del hecho en cuestión. Así reaccionamos los seres humanos. Somos especialistas en opinar acerca de lo que fue o pudo ser.
Cometimos uno o varios errores (?): caminar confiados por allí a las 7 pm. Cometimos el error de estar fuera de la casa a esas horas (en una ciudad que ya padece el toque de queda como modus vivendi). Cometimos el error de cargar encima nuestros celulares (herramientas imprescindibles de trabajo); el error de usar un bolso bueno, o una cartera buena, o unos lentes buenos, o un iPod.
Coño, ¿entonces a qué horas debe uno salir en este país? ¿De 9 am a 1 pm? ¿No debemos cargar nada de valor encima, y andar vestidos como pordioseros?
¿Debemos acostumbrarnos a eso? ¿A no salir porque no hay efectivo, no hay transporte, ni hay seguridad personal? ¿Nos quedamos presos en casa? ¿Y cómo trabajar desde casa, si la luz o el internet no te permiten siquiera comunicarte medianamente bien?
Sí, y podrán decirme que “puedo pagarle a un taxista para que sea mi chofer particular, y pagar internet dedicado, y comprarme una planta de luz para mi casa”… ¿En serio?
¡ABRAN LOS OJOS! ¿Hasta cuándo vamos a seguir justificando este mal vivir en el que nos tiene sumida nuestra incapacidad como ciudadanos de no poder sacar del poder a una clase política que nos mata lentamente?
“En Venezuela se vive mejor que en el exterior, irse es un error, porque cambias unos problemas por otros”, dicen los eternos enamorados del Ávila, de la arepa y del queso blanco, que con su actitud “come flor” nada le aportan a la mejora del país. ¡Nojoda! Yo ya estoy mamado de estos problemas tan básicos como no poder ni bañarme con agua del grifo, no poder conseguir un simple desodorante o no poder comer pollo frito en un restaurante con mi familia porque el costo representa el trabajo de meses.
Algunos dirán que “estuvimos en el sitio equivocado a la hora equivocada”. Otros podrán decir que “lo que estaba escrito, iba a pasar, de cualquier manera”. E incluso otros dirían que “el tiempo de Dios es perfecto”, o “lo mejor es lo que pasa”.
¡Vayan a cagar todos!
Sé y soy muy consciente de que en cualquier país del mundo hay inseguridad, y que a cualquiera le puede pasar. Pero todas esas frases “optimistas y alentadoras” no son más que las excusas que nos inventamos los venezolanos para seguir vendados, ciegos, y tratar de evadir la realidad: que en este país ya no se puede vivir, y que tarde o temprano te va a tocar a ti… o te van a joder y te van a dar unos tiros, o te van a secuestrar a ti o a un familiar, o te vas a enfermar y te vas a morir en la búsqueda de medicinas, y por más “buena vibra” y optimista que seas te darás cuenta que vivir en Venezuela es estar sentenciados a una muerte segura, latente e inexorable.
“¡Pero todos nos vamos a morir, así nos vayamos a la luna!” (dirán algunos).
Sí, es verdad, pero en otros lugares, aun sabiendo que vas a morir, puedes tener la certeza de que podrás paliar la situación, tendrás alternativas, habrá opciones a las cuales recurrir. Y en Venezuela… ¿Qué opción tenemos, más allá de que todo, TODO, se consigue a través del chanchullo, del contrabando, del misterio y la búsqueda desesperada? ¿Qué opción tenemos en un país en donde NADA FUNCIONA, y hasta para sacarte tu cédula tienes que pagarle al matraquero de turno?
Volviendo a mi relato, no había un policía en al menos 5 cuadras. No había un módulo policial, pese a estar cerca del mal llamado “Abastos Bicentenario”, un establecimiento (expropiado, por cierto) que vive lleno de policías para cuidar que la gente no se robe un camión cargado de pollos.
¿A quién acude uno? ¿Nos conformamos con rezar y que la ayuda caiga del cielo?
“¡Malagradecido! Dios estuvo allí, y se manifestó en esas personas que te ofrecieron ayuda y un teléfono para llamar”, (dirán otros).
Mi respuesta para los que piensen así es: Dios llegó tarde. Dios es tan malo que permitió que nos jodieran unos desconocidos, pero tan bueno que me mostró su amor de manos de otros desconocidos que me brindaron su teléfono para yo pedir ayuda. Vayan con sus excusas milagrosas a otra parte.
Si lo que quieren es oírme hablar de “Dios”, entonces lo que les puedo decir es que Dios hizo que nos jodieran para que entendiéramos que tenemos que hacer lo que tenemos que hacer para no seguir padeciendo en este país. Así de retorcido es Dios.
Agradezco a todas las personas que en esos días me escribieron manifestando sus buenos deseos. También agradezco y entiendo (créanme) a los que dijeron: “¿Pero qué hacías tú allí?”. O sea, ¿no salgo y me encierro en casa esperando que me llegue un bono y una caja de comida?
Cada quién ve la realidad como mejor le parece. A mí este hecho me abrió un poquito más los ojos, me hizo ver que en cuestiones de segundos puedes irte de este mundo, o perderlo todo. Y que si no tomamos rápidamente las decisiones acertadas, en Venezuela seguiremos en una triste encrucijada: o nos morimos de hambre, por la mala alimentación, por el agua, la inseguridad o la falta de medicinas y calidad de vida; o nos morimos de viejos, esperando que vengan tiempos mejores, porque “no hay mal que dure cien años” y “toda crisis es una oportunidad”, justificándolo todo con la maldita resiliencia.
Paradójicamente, el día del suceso veníamos de un evento de emprendedores en el que fui ponente, y allí todos hablaban acerca del gran talento que hay en Venezuela (ya yo dejé de decir eso en mis alocuciones y actividades, porque, ¿de qué nos sirve tener todo ese talento, si igual el país es una mierda y no hacemos nada para que cambie y todos podamos vivir mejor?), todos aplaudían (al estilo Herbalife) emocionados por toda esa riqueza intelectual y emprendedora que poseemos… riqueza que, al igual que el petróleo, el oro, el gas, y demás minerales bajo tierra, no nos sirven de nada mientras no sean explotados. Y por si no se han dado cuenta, en este país cada vez es más difícil explotar tus capacidades creativas.
Podemos aplaudir todo lo que queramos, darnos golpes de pecho o palmaditas en la espalda. Podemos vanagloriarnos de la gran resiliencia que tenemos y de la capacidad creativa que demostramos… ¿pero para qué? ¿De qué nos sirve aguantar con una sonrisa, aun cuando sabemos que todo a nuestro alrededor es pura mierda? ¿No es esa una actitud muy hipócrita? ¿A quién queremos engañar?
Sólo les puedo decir que “hasta una patada en el culo sirve para impulsarte hacia adelante”. Y en mi caso, este suceso me activó a hacer lo que he debido hacer desde hace algún tiempo atrás, y que por la “emoción de la efusividad colectiva y emprendedora” he ido dejando para después.